Época: Barroco Español
Inicio: Año 1650
Fin: Año 1700

Antecedente:
Murillo, Valdés Leal y su escuela

(C) José C. Agüera Ros



Comentario

Varios pintores contemporáneos acusaron la huella de Murillo y Valdés pero sin perder su personalidad, lo que obliga a considerarlos aparte. Matías de Arteaga y Alfaro (Villanueva de los Infantes, 1633-Sevilla, 1703) fue uno de los más singulares de ese entorno, pues supo crear una manera peculiar y propia, al enriquecer su capacidad de pintor con la de grabador. Respecto a su formación no hay certeza de que transcurriera con Valdés y aunque así fuese parece seguro que también fue permeable al arte de Murillo. Entre ambos compuso un modo de hacer, conjugando la sensibilidad de este último con el toque chispeante de Valdés. Completaría tal sincretismo con un amplio bagaje determinado por su faceta de grabador, pues mediante la realización de estampas sobre obras de esos artistas y de otros no menos famosos como Cano y Herrera el Mozo contactó por una parte con la mejor producción pictórica sevillana y por otra con los repertorios impresos extranjeros que implicaba este arte. A todo ello sorprendentemente bien pudo añadir, según sugerimos hace ya algún tiempo, el influjo de lo flamenco al modo de un Frans Francken II, de quien en Sevilla vería pintura que todavía existe. En apariencia coincidió con aquél en un afán por lo narrativo e imaginario, concibiendo los asuntos como grandes y suntuosas puestas en escena, donde figuras ligeras ocupan acusadas perspectivas y arquitecturas aparatosas, tomadas a menudo de estampas flamencas e italianas y que evocan un influjo de los espectáculos visuales como el teatro, tan presente en Sevilla hasta su prohibición.
Esos rasgos caracterizan su cuantiosa producción, integrada fundamentalmente por series de temas bíblicos, marianos y de santos, no siempre del todo autógrafas al contar con un buen taller que las repitió. Pero la destreza del maestro destaca en muchas como la de la Hermandad del Sagrario, de 1690 y la más famosa, dándose la circunstancia de que como Herrera el Mozo, también perteneció a ella desde 1666. En este mismo año tuvo también cierto protagonismo en la Academia sevillana, pasando de miembro fundador a Secretario y en 1669, a cónsul.

Una línea distinta de independencia estilística y mayor relevancia incluso social tuvo don Pedro Núñez de Villavicencio (Sevilla, 1640-¿1698?), por su trayectoria y condición de hidalgo noble, hijo de un almirante sevillano. Su prolijo perfil, actualizado con reflexiones hace ya algún tiempo por Martínez Ripoll, resulta singularísimo, pues transcurrió en un ir y venir no sólo entre Sevilla y Madrid sino más aún de España a Italia, por un rango que fue elevando paulatinamente. Por esta razón también su pintura evolucionó más que la de sus contemporáneos, especialmente aquellos locales cada vez más anclados en lo murillesco, herencia ésta que Villavicencio resolvió mediante componentes italianos, de origen napolitano y romano. Su secuencia personal se entrelaza con la artística pues en 1660, con 19 años, participó en la fundación de la Academia, con tanto entusiasmo que ofreció costear la puerta y llave que la cerraba. Tal comparecencia junto a maestros más veteranos y a Murillo especialmente sugiere que para entonces ya estaba formado, pudiendo hacerlo con este último como siempre se ha dicho. Desde luego fueron grandes amigos, ya que posteriormente aquel le escogió como albacea testamentario, y por ello ante el influjo murillesco del Sueño de Jacob (Murcia, colección Stoup) parece aceptarse que sea ésta una obra suya temprana.

A partir de aquí algunos hitos personales son dignos de mención, pues van ligados con su actividad artística y a la vez encarnan bien el ejemplo de noble hispano dedicado a la pintura, pese a la consideración general de esta última como oficio manual impropio de la nobleza del personaje. A finales de 1661 con su admisión como Caballero de Justicia en la Orden de Malta inició una alta carrera funcionarial, que favoreció su renovación artística. Durante la obligada estancia en dicha isla, conoció al italiano Mattia Preti de cuya pintura extrajo nuevos componentes en una dirección de barroco academicista con ecos de tenebrismo atemperado que aflorarían en obras posteriores. Vuelto en 1664 a Sevilla, un nuevo ascenso en 1668 de tipo militar precedió en poco a su retrato del arzobispo hispalense Don Ambrosio Ignacio de Spínola, de 1670, cuyo vivo naturalismo no excluye la relación tipológica siempre apuntada con el Autorretrato de Murillo, hecho por esas fechas. El encargo del prelado trasunta que pintaba para clientela de alcurnia, pero marchó a Roma donde aparecía en 1673, iniciando así una nueva estancia italiana que acabó de forjar su arte. En efecto, entre su Judith mostrando la cabeza de Holofernes, de colección sevillana, firmada en 1674 y la Piedad del Prado, posterior a 1680 se evidencia una maduración de lo aprendido con Preti, al enriquecerla con la experiencia romana y quizá también napolitana.

Los años siguientes a su regreso a España, donde ya estaba en 1682 cuando accedió en Sevilla al albaceazgo de Murillo, son difíciles de concretar en modos y producción. Salvo los Niños jugando a los dados (1685?, Madrid, Prado) ofrecido a Carlos II en agradecimiento a la concesión de una Encomienda, otras obras suyas de este género de infantes y pícaros son de difícil datación. En cualquier caso parece que tuvo éxito con tal temática en los círculos nobiliarios de Madrid, donde residía por entonces, siendo ésta la que le ha perpetuado como italiano, que conoció, y que su tratamiento es en muchos aspectos más libre y desenvuelto que el de Murillo, con quien sólo es comparable. El conjunto de obra escaso y problemático de cronología se adecua bien a su perfil de noble y pintor, que acabó su carrera con la designación regia en 1693 de secretario de embajada.

Por fin, Cornelio Schut (Amberes, 1629-Sevilla, 1685) interesa no tanto por la calidad de su pintura como por ser el mejor de los flamencos que trabajaron la temática religiosa, en el amplio círculo existente en Sevilla de ese origen. Llegó acompañando a su padre, un ingeniero de Felipe IV, aunque al parecer adiestrado en Flandes por un tío suyo homónimo, discípulo a su vez de Rubens. Desde 1654, cuando superó el examen para ejercer de pintor, su presencia y actividad debió de crecer en los ámbitos locales de este arte, y más al constituirse la Academia.

Aparecía entre los primeros afiliados y desarrolló en ella una activa labor, pues fue maestro de dibujo y fiscal el mismo año fundacional, así como dos veces cónsul (1663 y 1666) y presidente (1670 y 1674). Tal progresión en los cargos de la entidad vendría motivada quizá por su experta práctica del dibujo, parcela donde realizó muestras de tanta calidad que han pasado como de Murillo. En cambio, su pintura, no muy abundante, revela mucho de su primera formación flamenca, por presentar formas a lo Van Dyck aunque tendentes a cierta dureza y sequedad, sobre todo en los paños, que aun así confirman la transcendencia que tuvieron en la evolución de la pintura local. Buen ejemplo es la tan reproducida Anunciación de colección malagueña. Tampoco fue del todo ajeno a lo murillesco, pues por fuerza hubo de influir en él su conocimiento del gran maestro y el peso que su estética tuvo en Sevilla. La Santa Teresa de la catedral de Cádiz, con firma y fecha de 1688, prueba por su técnica más esponjosa y las tipologías angélicas que su adaptación al estilo de Murillo coincide con los años de rotunda consagración de éste. Hizo alguna incursión en el campo del retrato y como buen nórdico compaginó además la temática de naturaleza muerta, tan practicada por otros colegas paisanos suyos en la ciudad, que permanecen en cambio sin obra que pueda atribuírseles.